Nunca he sido una persona muy activa, no voy a empezar esta columna mintiendo, que no es plan. De hecho, creo que mi afición a la lectura, el cine, la música y la televisión se desarrolló gracias a que eran actividades “de culo echado”. Las clases de educación física eran una tortura sólo comparable a pegarme dos horas en el coche con mi padre cantando los grandes éxitos de Braulio o de Nana Mouskuri y Los Panchos (ese disco existe, lo juro). Aún así, uno de mis mayores entretenimientos cuando era una niña, o sea, hace un par de años, era irme de excursión, de aventura, lo llamaba yo. Y lo que pasa cuando uno es niño, es que hace locuras, que corre riesgos innecesarios, no por maldad, sino por ingenuidad o ignorancia. Hace poco descubrí que pasé mi infancia al borde del precipicio, al filo de la muerte, como una insensata, yéndome por esos barrancos y montañas sin saberque para tales peripecias era fundamental poseer y dominar los contenidos de ‘El Manual de los Jóvenes Castores’. Lo reconozco, jamás tuve uno. Es más, no supe de su existencia hasta hace unos meses, cuando mi amigo Benjamín me degradó por la herejía que para él supone no haber leído un ‘Don Mickey’ en el baño ni haber aprendido a fabricar un artilugio casero para contar tus pasos con los sobrinos del Pato Donald. Benjamín asegura que él ha sobrevivido todos estos años sin probar la fruta ni la verdura y merendando bocadillos de Ketchup gracias a los consejos de los castores. No lo dudo, y hasta he pensado que yo ahora podría ser una persona responsable y seria como Benja entre semana si ese volumen hubiera estado en mi biblioteca. Lo malo es los fines de semana: viendo en lo que se convierte mi amigo el ejecutivo y otros del mismo clan que disfrutaron de las mismas lecturas infantiles, agradezco en secreto que mis aventuras se basaran en las de Celia y Cuchifritín.
Nunca he sido una persona muy activa, no voy a empezar esta columna mintiendo, que no es plan. De hecho, creo que mi afición a la lectura, el cine, la música y la televisión se desarrolló gracias a que eran actividades “de culo echado”. Las clases de educación física eran una tortura sólo comparable a pegarme dos horas en el coche con mi padre cantando los grandes éxitos de Braulio o de Nana Mouskuri y Los Panchos (ese disco existe, lo juro). Aún así, uno de mis mayores entretenimientos cuando era una niña, o sea, hace un par de años, era irme de excursión, de aventura, lo llamaba yo. Y lo que pasa cuando uno es niño, es que hace locuras, que corre riesgos innecesarios, no por maldad, sino por ingenuidad o ignorancia. Hace poco descubrí que pasé mi infancia al borde del precipicio, al filo de la muerte, como una insensata, yéndome por esos barrancos y montañas sin saber que para tales peripecias era fundamental poseer y dominar los contenidos de ‘El Manual de los Jóvenes Castores’. Lo reconozco, jamás tuve uno. Es más, no supe de su existencia hasta hace unos meses, cuando mi amigo Benjamín me degradó por la herejía que para él supone no haber leído un ‘Don Mickey’ en el baño ni haber aprendido a fabricar un artilugio casero para contar tus pasos con los sobrinos del Pato Donald. Benjamín asegura que él ha sobrevivido todos estos años sin probar la fruta ni la verdura y merendando bocadillos de Ketchup gracias a los consejos de los castores. No lo dudo, y hasta he pensado que yo ahora podría ser una persona responsable y seria como Benja entre semana si ese volumen hubiera estado en mi biblioteca. Lo malo es los fines de semana: viendo en lo que se convierte mi amigo el ejecutivo y otros del mismo clan que disfrutaron de las mismas lecturas infantiles, agradezco en secreto que mis aventuras se basaran en las de Celia y Cuchifritín.
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