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Alapryles y Diablitos

Envidia sana, sí...

Queridos amiguitos, esta semana vamos a desmontar un mito que se remonta a los tiempos de Maricastaña: el de la envidia sana. La envidia sana no existe. Es así. Punto. Existe la envidia, a secas, ¿cuándo vamos a empezar a reconocerlo? No somos peores personas por el simple hecho de desear lo que tienen otros, así que más vale que, en lugar de intentar justificarnos con esa expresión absurda (que además no cuela, sépanlo), dediquemos todos nuestro esfuerzos a levantarle al otro el oscuro objeto de nuestro deseo, y ya está, o simplemente, a maldecir nuestra suerte una y otra vez y a repetir a gritos que el mundo está confabulado en nuestra contra. Esta última opción no es nada productiva, lo sé, pero al menos sirve para desahogarse y echarle la culpa de todo al hado, la suerte o el destino y no a la propia inoperancia.
Aunque bueno, la suerte también tiene que ver a veces, y la inoperancia de los demás también. Les cuento el caso que me ha tenido estos días subiéndome por las paredes. Una mujer, que no tiene la culpa de nada, pero yo la odio igual, va por la carretera. De pronto, un automovilista despistado choca con ella, reconoce su culpa y se ofrece a pagar el arreglo. Y ustedes se preguntarán: “¿está esta pobre tan tarada que un accidente le produce envidia?”. Pues sí. Estoy así de colgada. Me habría encantado estar en el lugar de esa mujer, sentir el susto inicial, bajarme del coche envenenada, con la vena del cuello a punto de estallar y diciéndome (porque los loquitos somos muy de hablarnos a nosotros mismos): “se va a enterar éste de las lentejas que dan por un duro” y que me pasara lo que le pasó a ella: que el dueño del cochito de choque fuera el mismísimo George Clooney, que cargara con las culpas y, no contento con eso, comprara otro coche igual, para compensar. Ni envidia sana ni leches. Envidia de verdad, es lo que tengo, y suerte que no conozco a la implicada, porque no me imagino qué clase de cosas horribles podría estar ahora maquinando contra ella.
Y sepan que no me muero de la envidia porque estoy de mal humor y no quiero que, para colmo, encuentren mi cadáver con el ceño fruncido.

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