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Alapryles y Diablitos

Yo no tengo la culpa

Cuando mis padres trajeron a casa el primer reproductor de vídeo también trajeron un vhs con los mejores momentos de las películas de James Bond hechas hasta entonces y la trilogía de La Guerra de las Galaxias. La saga estelar se convirtió así en la primera película que podía ver tantas veces como quisiera, y, como una era compulsiva desde chica, no fueron pocas, se lo aseguro.

Mi abuela vendía en su tienda, entre otras cosas, pastillitas de goma con forma de lagarto y de ratones, como los que se tragaba enteros Diana la de “V” y pronto se convirtieron en mis favoritas, no tanto por su sabor (ya no lo recuerdo) como por lo glamuroso que resultaba comérselos como en la serie (por favor, los seguidores de Freud que se abstengan de cualquier comentario o pensamiento malintencionado). También vendía unos helados que se llamaban “Trueno Azul” que eran, aparte de asquerosos, azules, y que yo los usaba para jugar al helicóptero de la peli hasta que el grito de mi madre me alertaba de que me estaba poniendo perdida y no me quedaba otra que comérmelo.

La llegada de las televisiones privadas a mi pueblo coincidió con el auge de “Humor Amarillo”, “Presing Catch”, “Campeones” y “Los Caballeros del Zodíaco”; esta última serie nos mantenía entretenidos liándonos a tortas mientras no estábamos en el barranco buscando restos arqueológicos, a lo Indiana Jones, o cazando libélulas para congelarlas y ver si luego volvían a la vida, como cualquier profesor chiflado. Creo que, aparte de los desastres que provocaba con el quimicefa que inocentemente me regaló mi abuelo, fueron esos fracasos científicos los que me mandaron de cabeza al estudio de las lenguas clásicas.

Ahora, un par de años más tarde, tengo una abuela, la mejor que nadie podría tener, a la que van a convertir en Robocop, colocándole unas rodillas de cualquier metal, o aleación o yo qué sé; tengo también una madre que se mete todas las tardes de remojo en la piscina municipal y hace el circuito hidrotermal enterito con sus amigas (¿Se acuerdan de la peli “Cocoon”? Pues a ellas las llamo “Las cocúnes”); mi padre, ante cualquier pregunta impertinente responde “yo soy tu padre”, aunque respirando perfectamente. Mi amigo Damián llama “KIT” a su coche destartalado, y otro de mis amigos nació el 25 de mayo, día del Orgullo Friki. Así que cuando el otro día alguien me decía que era una lástima que escribiera sobre cosas tan raras de frikis en esta columna (que, por cierto, ya existía antes de que cayera en mis manos), y no me dedicara a otra cosa, no me quedó más remedio que asumirlo: yo no elegí ser friki, señores, lo friki me eligió a mí. ¿Qué quieren ahora?

2 comentarios

Marta -

Por cierto, ¿viste que nos sacamos una foto en el museo de Saint Exupery para ti?

Marta -

Puestos a elegir friki, me quedo contigo. Coincidimos en el Sáhara con un friki, con el que, desgraciadamente compartimos habitación. Al segundo día le ordené que no me hablara. Obedeció.