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Alapryles y Diablitos

JJOO

Una de las cosas que me salva de ser identificada en el mundo real como un planeta completamente definido dentro del  universo friki, y hace que me quede como un mero satélite, es que a mí, a diferencia de los más fundamentalistas, me gusta el deporte. Pero no, no se alarmen ni dejen de leer esta columna, pensando que traiciono sus principios. No me gustan los deportes que exijan el más mínimo esfuerzo por mi parte; ninguno que haga sufrir a mis pulmones de Amy Whinehouse; nada que produzca una leve gota de sudor corporal. Resumiendo: no me gusta ningún deporte que tenga que hacer yo. De resto, soy capaz de ver cualquier cosa, unas con más interés que otras,  siempre que el sillón sea lo suficientemente cómodo, claro.

Así, imaginen cómo estoy en estos tiempos. Vivo una emoción silenciosa por la celebración de los Juegos Olímpicos, y es un sentimiento que se repite cada cuatro años, desde que tengo conocimiento de su origen (qué quieren, a mí desde chica me entró la perreta con la Grecia Clásica, es un rollo disfuncional que tengo). Además, es de las pocas oportunidades que tengo de ver los deportes que me gustan de verdad: natación sincronizada, patinaje sobre hielo, gimnasia, maratón (si se van a preguntar qué interés puede tener ver a un tipo correr un chorro de kilómetros ahí, sin más, recuerden: soy una trastornada, todo lo que huela a Grecia me pone. Hasta el yogur), tenis, equitación, saltos de trampolín... Les juro que puedo hasta ponerme el despertador para ver una de estas competiciones en directo a las tantas de la madrugada que, como dice mi abuela: "ay, si en vez de por gusto fuera por necesidad, te estarías quejando hasta el fin de los días. Tanto quejarte del fútbol todo el año y luego te levantas a ver esas cosas raras.".

 Le  explicaría los motivos de mi madrugón, mi pasión por lo helénico, la satisfacción de ver cómo el trabajo da sus frutos, de ver a unos jóvenes luchando por el honor y la gloria, pero en hermandad con sus iguales. Se lo habría detallado tal y como se lo he contado a ustedes, si no fuera porque mi abuela me conoce, y sospecha  que ni honor, ni helenismo, ni nada, que no soy tan friki como puede llegar a parecer y que por un buen maromo marcando abdominal madrugo y me quedo pegada a la pantalla los cuarenta y dos kilómetros que dura una maratón. Como una sex and the city cualquiera.

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