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Alapryles y Diablitos

No hay diferencias

El otro día estaba viendo uno de esos programas de reportajes de gente que vive en condiciones infrahumanas en medio de una gran ciudad, tribus urbanas, personas con dos parejas (vaya sufrimiento, como si no les bastara con una), seguidores de religiones extrañas y tal. El programa trataba sobre una gente que se había emperretado en que la virgen se les aparecía en no sé dónde, y allí se iban en procesión, porque una señora con cara de sicópata se lo había dicho. Le entregaban todos sus ahorros a la gurú en cuestión, y a partir de ese entonces vivían por y para las apariciones de la virgen y seguían las enseñanzas y mandatos de la sacerdotisa a pies juntillas, como si fuera una Elena Francis del nuevo milenio. En el reportaje salían también los familiares de los afectados, indignados porque nadie hiciera nada para proteger las débiles mentes de los fanáticos y sus finanzas, y desesperados, porque para ellos era incomprensible que alguien se dejara todos sus ahorros, su vida familiar y laboral y su salud mental adorando no ya a la virgen, sino a una señora de edad que decía que la virgen le había dado un recadito.

Por otro lado, y al par de días, los telediarios abren sus ediciones con la noticia de que el iPhone por fin está en España. Veo colas de geeks delante de las tiendas de la operadora elegida por el dios Jobs, con los billetes en el bolsillo; faltando a su trabajo, desatendiendo sus obligaciones familiares y con un extraño brillo en los ojos, como de estar medio en trance; dispuestos a firmar un contrato que los atará a la secta telefónica por un periodo determinado de tiempo, durante el que estarán obligados, además, a pagar cierta cantidad mensual. Pienso para mis adentros que no hay muchas diferencias entre los unos y los otros, y pienso, también, en si me gustaría tener uno de esos cacharros. Seguramente sí, adoraría formar parte del grupo, limpiar su pantallita táctil con una gamuza especial que sólo vendieran en las tiendas de Apple, sacarlo para leer mis mails en el tranvía, buscar mi calle en google maps. Pero pienso también en el precio que eso tendría: me imagino a mi abuela dando su testimonio en Callejeros, pidiendo que alguien haga algo para librarme de esa locura y admito, definitivamente, que ese es un precio que no pienso pagar.

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